martes, 22 de mayo de 2007

El virus ébola amenaza a la población del gorilas del Congo


El parque nacional de Ozdala, en el corazón del Congo, es una extensión de bosque tropical que cubre más de 13.200 kilómetros cuadrados y que constituye uno de los ecosistemas más misteriosos e impenetrables. Cincuenta kilómetros al suroeste del parque se localiza una región llamada Lossi. Con una extensión de unos 320 kilómetros cuadrados, el lugar acumula una concentración tan excepcional de gorilas que no se da en ningún otro lugar del mundo.

En este mundo de penumbra donde el equipo del que forma parte José Domingo Rodríguez-Teijeiro,catedrático de biología de la Universidad de Barcelona, liderado por la antropóloga Magdalena Bermejo, viene denunciando una matanza sin precedentes: más de 5.000 gorilas de llanura (Gorilla gorilla gorilla) podrían haber sucumbido ya al zarpazo del virus Ébola, el organismo más letal que se conoce, según afirman en el estudio más reciente publicado en la revista Science.

Se calcula que quedan unos 94.000 de estos animales. De acuerdo con otras estimaciones procedentes del Instituto Max Planck, el Ébola y la caza furtiva podría haber acabado ya con el 25 % de los ejemplares. "Lo que está haciendo el virus es atacar a las poblaciones grandes", explica Peter Walsh, antropólogo del Instituto Max Planck. "La mayor parte de todos los que hay en el mundo se concentran en una zona donde la gente los mata para comer, por lo que el virus y la caza pueden colocarlos en un estado de extinción ecológica". Un escenario plausible en las siguientes décadas, que presenta a los gorilas en poblaciones de unos pocos individuos, que requerirían de vigilancia y continuas intervenciones médicas para que no desaparecieran: un parque zoológico en plena selva.

Bermejo lleva observando a los gorilas desde 1994, acostumbrándolos a la presencia humana, dentro de un proyecto del programa ECOFAC (Conservación y Utilización Racional de los Ecosistemas Forestales de África Central), para incentivar el turismo ecológico en la región. Es un trabajo lento y difícil. "Hay que tener paciencia, y estar quieto, sobre todo al principio", explica Rodríguez-Teijeiro, describiendo las experiencias de su colega. "Ella ha tenido la valentía de aguantar el ataque de un espalda plateada, 200 kilos de musculatura, a medio metro, mientras el macho produce unos alaridos espantosos y muestra sus grandes incisivos. De ahí el apodo de dama de hierro con que se la conoce". Este tipo de ataques pone a prueba los nervios del observador, hasta que los animales se habitúan a su presencia.

El Ébola ha irrumpido en el proyecto de forma desastrosa. Los gorilas a los que Bermejo se ha ido aproximando con lentitud para ganarse finalmente su confianza se han desvanecido casi de la noche a la mañana. En el otoño de 2002, la epidemia se propagó hasta el límite este del santuario, y pareció detenerse en los márgenes del río. El equipo español observó entonces que varios grupos de gorilas habían sobrevivido, quizá por algún tipo de inmunidad natural, lo que alimentó las esperanzas para reemprender el programa. Fue un respiro pasajero. El virus continuó su expansión, esta vez hacia el sur, y en enero de 2004 eliminó a 91 de los 95 individuos reconocibles por el grupo de españoles. Los dos años siguientes cuentan una historia pesimista; el equipo de Bermejo cree que el virus ha limpiado de gorilas una zona de 2.700 kilómetros cuadrados.

El Ébola ha matado en África a más de 1.200 personas en un cuarto de siglo, de acuerdo con la OMS (Organización Mundial de la Salud); una cifra que, estadísticamente, es una gota en la mortalidad ocasionada por otras enfermedades tropicales, como la malaria (entre uno y cinco millones de muertes anuales), las infecciones respiratorias (más de cuatro millones), la diarrea (2,2 millones) y el sida (3 millones). Lo cierto es que, al tratarse de un "virus caliente", con una letalidad muy alta en los humanos entre el 41 % y el 100 % , la atención que despiertan los brotes de Ébola desplaza a menudo a los otros grandes matadores, menos espectaculares, aunque siniestramente más eficaces.

Las reacciones que causa el Ébola cuando irrumpe en las pobres aldeas africanas cristalizan en una palabra: terror. Al principio sólo es un dolor de cabeza que no desaparece con los analgésicos. Luego, tras una incubación extraordinariamente variable, entre 2 y 21 días, sobrevienen las fiebres y hemorragias, y la irrupción de la enfermedad es rápida y mortífera.

El patrón suele ser el mismo. Una partida de caza termina con el hallazgo de una carcasa de gorila o chimpancé infectado. Alguien lo toca, se pone enfermo y queda bajo el cuidado de la mujer en su casa. Más miembros de la familia mueren, cunde el pánico y se produce una desbandada. Si el virus ya no tiene a quien matar, el brote queda extinguido. Si alguno de los familiares llega al hospital local, contagia el virus a otras personas en la sala de espera, que retornan a sus aldeas recorriendo decenas de kilómetros a pie, extendiendo la epidemia. En las fases más virulentas de ésta, la gente simplemente abandonaba aterrorizada a sus familiares que agonizaban, o dejaban cartas en los hospitales con instrucciones de quemar sus casas y los cuerpos de sus seres queridos.

Lo que sigue trayendo de cabeza a los investigadores es el misterioso reservorio natural del virus, qué animal lo porta sin sufrir la enfermedad. La alta mortandad que ocasiona en los grandes primates los descarta de un plumazo. Algunos estudios apuntan a ciertas especies de murciélagos frugívoros y sus cuevas como los focos iniciales de transmisión, aunque no existe certeza de este hecho.

Fuente: EL PAIS. Luis Miguel Ariza

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